Las leyes se debaten en el Parlamento

no se negocian en los despachos     

       

                           

 

 

LAS LEYES SE DEBATEN EN EL PARLAMENTO,

NO SE NEGOCIAN EN LOS DESPACHOS

 

   Tres son los pilares sobre los que se sostiene el Estado democrático de derecho: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial. Tres poderes que deben de observar y coordinar entre si una perfecta sincronización en sus actuaciones, pero que, a la vez, han de ejercer sus potestades con total independencia en el desempeño de su labor y sin injerencia en las actuaciones de los unos en los otros. Unas potestades que se encuentran enumeradas y perfectamente delimitadas por la Constitución y a las que se han de ceñir estrictamente en su cometido.

   El poder legislativo que ostentan las Cortes Generales, no puede legislar a su libre albedrio sin tener en cuenta el procedimiento que le marcan las normas constitucionales y ha de guardar una total observancia al contenido de sus proposiciones dentro de los límites que el constituyente estableció, y el pueblo en su soberanía ratificó al aprobar la Constitución.

   El poder ejecutivo tiene la misión de hacer cumplir las leyes, así como la de dirigir el gobierno del Estado, dentro de los cauces que le marca la Constitución en cuanto a su cometido y procedimientos para llevarlos a cabo. Además, es uno de los órganos llamados a plantear al legislativo las proposiciones de ley que considere necesarias para el buen fin de sus objetivos, proposiciones que el legislativo estudiará y debatirá con total respeto a las normas constitucionales.

   El Poder Judicial, a través de los órganos judiciales, es el encargado de velar por el fiel cumplimiento de las leyes y resolver las controversias que pudieran surgir en su aplicación, imponiendo las medidas punitivas que cada una de las normas contemple en los casos de su vulneración. Mención especial merece el Tribunal Constitucional al que el constituyente tiene encomendada la misión de salvaguardar el orden constitucional, orden que solo puede modificarse atendiendo a las propias reglas que sus normas establecen para cada uno de los posibles casos.

   Ahora bien, ocurre a veces que la sincronización y coordinación que debieran observar entre sí estos poderes del Estado se convierte en una injerencia de los unos en los otros que llega a traspasar los límites marcados por el constituyente. El caso más reiterado y perturbador se suele dar con cierta frecuencia en las actuaciones del poder ejecutivo, bien en sus intrusiones por tratar de controlar la composición de los órganos judiciales buscando incidir en el nombramiento de sus componentes, bien en sus actuaciones a la hora de conformar a su alrededor unas mayorías parlamentarias.

   Suele suceder que, tras las elecciones generales, las negociaciones previas para el nombramiento de presidente del Gobierno por las fuerzas políticas con representación parlamentaria en el Congreso de los Diputados, normalmente, acaban por concluir en un pacto de legislatura, a veces escrito y a veces no escrito, para conformar un bloque de mayorías ajustadas que se traduce en un compromiso para una posterior negociación de las medidas que, posteriormente, vaya a presentar el Gobierno. Ocurre que, cada vez que el Gobierno plantea nuevas medidas, plasmada en decretos o proyectos de ley, se suceden unas negociaciones bilaterales con cada uno de los grupos parlamentarios que constituyeron el bloque de investidura, que se llevan a la práctica en los despachos de los líderes de cada una de las fuerzas políticas que lo componen y que conllevan un juego de intercambio de favores cuando no de manifiestos chantajes.

   Unas negociaciones que sustraen a la voluntad popular el obligado debate parlamentario de las propuestas legislativas entre la totalidad de quienes representan la soberanía nacional, al presentarse ya “negociadas” con cada una de las fuerzas políticas que compusieron el bloque de investidura, obviando descaradamente el estudio de los necesarios y preceptivos informes que debieran servir de base para perfeccionar los decretos y proyectos de ley con las críticas y aportaciones de todas las fuerzas del arco parlamentario, y no solamente las de una exigua mayoría minoritaria que ha “vendido” sus votos a cambio de compensaciones que favorecen descaradamente sus intereses partidistas sin que haber llegado tan siquiera a configurar un estudio y análisis de las normas por las que van a tener que validar con su voto.

   En conclusión, unos y otros, Gobierno y partidos que lo sostienen, faltando a las más elementales normas de democracia parlamentaria y, en ocasiones con fraude de ley, actúan de manera insolidaria y egoísta pensando sólo en sus intereses particulares, incurriendo deliberadamente en una transgresión de sus deberes parlamentarios para así dar fundamento y razón a la aserción y premisa que da título a este trabajo: “Las leyes se debaten en el Parlamento, no se negocian en los despachos”.